miércoles, 13 de enero de 2010

África: el gran continente olvidado - parte uno -

La tragedia del Congo

El Estado centroafricano del Congo se desangra. Su lación civil, víctima de la encarnizada lucha por controlar sus recursos naturales, llora su tragedia diaria. Los combates más violentos tienen como escenario los Kivus, dos provincias orientales. A la tragedia bélica, que alimenta otras lacras como la violencia sexual y las enfermedades como la malaria, hay que sumar las catástrofes naturales. El resultado es uno de los peores lugares del mundo para nacer.

La pequeña Diane, de cuatro años, simboliza todo el horror y el absurdo de esta guerra sin reglas ni final. Su mirada triste y su pasividad contrastan con el alboroto con que los otros niños del campo de refugiados de Buhimba corren sobre la cortante lava persiguiendo al visitante con gritos de “¡muzungu!” (“blanco” en kiswahili) y “¡MONUC!” (siglas de la misión militar de la ONU) en busca de algún regalo, o quizás tan sólo un poco de atención. Como todos, Diane sufre desnutrición. Cuando se da la vuelta, aparece una terrible cicatriz en su cuello. La causó una de las balas con que uno de los numerosos grupos armados que campean por la provincia de Kivu Norte, al este de la República Democrática del Congo (RDC), fronteriza con Ruanda y Uganda, asesinó a su padre. Es la menor de siete hermanos, huérfanos también de madre. Malvive aquí con tres de ellos, al cuidado de una tía, a cuya falda se agarra con fuerza. Los otros están en Goma, la capital provincial, a una decena de kilómetros.

Más de 800.000 personas se hacinan en míseros campos como Buhimba o se esconden en la selva desde hace año y medio, cuando arreció el último conflicto en el Congo fue en Kivu Norte, provocado por la rebelión del general Laurent Nkunda, que dice proteger a los tutsi congoleños de un supuesto plan de exterminio. La mayor parte de estos refugiados no recibe ninguna clase de ayuda de las organizaciones internacionales. Es una de las mayores catástrofes humanas del mundo y, pese a ello, una de las más olvidadas.

Campos de refugiados: reparto de comida

Cada familia –calculada sobre la base de cinco personas– recibe mensualmente un cupo de 60 kilogramos de harina, 20 de frijoles, cinco litros de aceite de palma y 500 gramos de sal. En tres días, 40 camiones repartirán 400 toneladas de víveres del Programa Mundial de Alimentos (PMA) a las 5.000 familias que acoge el campo, que se asienta sobre una colada del cercano volcán Nyiragongo. La multitud espera pacientemente la descarga de los camiones al otro lado de un perímetro de cuerda. Cuando llega su turno, hombres, mujeres, niños y ancianos cargan con los sacos y bidones que les corresponden y avanzan penosamente con ellos hacia sus chozas. Un niño se lanza a mis pies para recoger, una por una, un puñado de legumbres caídas al suelo. La harina de maíz que se distribuye no forma parte de la dieta tradicional de estas gentes, y muchos la llevan a Goma para cambiarla por mandioca.

Mukambu Bugugé Rusagara, de 75 años, sonríe de oreja a oreja sentada a la puerta de su cabaña: “Estoy muy contenta, porque ha llegado la comida”, dice cogiéndome la mano. “Hoy todo está tranquilo, pero no siempre es así. Cuando nos quedamos cortos de comida, estalla la violencia. La gente está desesperada, y te pueden matar por un saco de harina. El mes pasado tuvimos que huir bajo una lluvia de piedras”, explica Rossella Bottone, de 30 años, responsable del PMA.

Aunque resulte chocante, una de las cosas que más reclaman los desplazados en esta zona son martillos. Los necesitan para quebrar la dura costra de lava, aplanar el suelo y así poder dormir sobre un terreno algo más cómodo. Las chozas son simples estructuras semicilíndricas de ramas flexibles cubiertas con follaje. Los más afortunados colocan encima una lona de plástico que les protege de las frecuentes e intensas lluvias. Aquí y allá hay algunos pequeños huertos. Para poder cultivarlos, han tenido que picar y extraer la roca volcánica y traer la tierra fértil desde kilómetros de distancia. En la parte norte del campo hay una zona acordonada con alambre de espino porque del suelo emanan gases volcánicos peligrosos.

La discriminación en las etnias africanas

Pobres entre los más pobres, los pigmeos sufren la discriminación del resto de grupos étnicos. Su zona del campamento, separada del resto donde viven mezclados todos los demás, es, si cabe, la más triste y descuidada. Los niños visten mucho peor y casi todos van descalzos. Namukara Masambo, de 30 años, cuida de sus cinco hijos –el mayor de seis años– y de varios huérfanos. Lleva aquí más de un año, nos comenta mientras amamanta al más pequeño.

Gabriel Kinongo, de 54 años, lo tiene muy claro: “El problema de nuestro país son los políticos. Nuestro Congo es muy rico pero está muy mal explotado”, proclama en medio del gran corro que se ha formado a nuestro alrededor. En efecto, el subsuelo congoleño alberga enormes yacimientos minerales –oro, diamantes, coltan, cobre, cobalto, casiterita, el raro niobio y posiblemente petróleo–, bosques inexplorados cubren la mayor parte del territorio –del tamaño de Europa occidental– y la fuerza del inmenso río que le da nombre podría abastecer de electricidad a todo el continente. Pero su riqueza ha sido su perdición. El Congo lleva más de un siglo siendo saqueado por intereses extranjeros. De la era del marfil a la del coltan, desde Leopoldo II de Bélgica a las multinacionales del teléfono móvil, son muchos los que se han enriquecido explotando sus recursos naturales. Sus habitantes, cuya mortalidad supera en un 60% la media africana, no están entre ellos. Y hay una relación directa entre la explotación minera y la violencia endémica que sufre el país desde su independencia, como destapó un demoledor informe de la ONU en 2002. En él se citaban 114 empresas, en buena parte occidentales, que azuzaban o se aprovechaban del conflicto para engrosar sus beneficios.

Tras el final de la llamada “primera guerra mundial africana” (1998-2003), en la que intervinieron ocho ejércitos extranjeros y decenas de grupos armados y que causó más de cinco millones de muertos –un 11-S diario–, la mayor parte de la RDC vive en una relativa calma. La ONU tiene desplegada allí su mayor misión militar en el mundo: 17.000 hombres autorizados a emplear toda la fuerza que sea necesaria. Pero en el lejano oriente, a 2.500 kilómetros de la caótica Kinshasa, en una de las zonas más densamente pobladas de África, las armas nunca han dejado de sonar. Hay demasiados intereses en juego.

Las cifras de la tragedia

Ni siquiera tras la firma de un acuerdo de paz “histórico” entre la mayoría de los contendientes el pasado 23 de enero. Después de 17 días de soporíferos discursos en una asfixiante salón de actos universitario, y de discretas negociaciones en un lujoso hotel junto al lago Kivu, el Gobierno de Joseph Kabila y nueve grupos armados firmaron un compromiso para el cese de la violencia, la desmovilización de los combatientes –o su integración en el Ejército– y la interposición de la MONUC entre ellos. Desde enero ha habido 200 violaciones del alto el fuego, cientos de civiles muertos y miles de agresiones sexuales. Pocos guerrilleros han entregado las armas, y la cifra de refugiados sigue aumentando.

A grandes rasgos, el enésimo conflicto en el Congo enfrenta al Ejército gubernamental (FARDC), que cuenta con el apoyo de los cascos azules; a una coalición de somatenes locales (los llamados mai-mai) y a la guerrilla hutu ruandesa (Frente Democrático para la Liberación de Ruanda, FDLR), formada en parte por los antiguos interahamwe (“los que matan juntos”, autores del genocidio de 1994), con las tropas de Nkunda, el Congreso Nacional para la Defensa del Pueblo (CNDP). Las cosas son muy complicadas pues los grupos que combaten al rebelde tutsi también son enemigos entre sí y hay más guerrillas en la región –incluso extranjeras– que permanecen al margen de esta lucha. Todas las facciones se subdividen en grupúsculos al mando de señores de la guerra locales, cuyo principal objetivo es controlar un territorio para vender sus riquezas al mejor postor.

Mal pagados, o no pagados, los soldados viven robando a los civiles bajo su control. Asesinatos, violaciones, secuestros de menores para emplearlos como soldados (ellos) y esclavas sexuales (ellas), quema de poblados, robos y trabajos forzados son crímenes cotidianos de todas las facciones.

Para llegar a Goma viajamos primero a Kinshasa. La gigantesca capital del Congo –más de siete millones de habitantes– recuerda con nostalgia los días en que acogió la “zurra” de Muhammad Ali a George Foreman, aunque en sus gimnasios de boxeo ya nadie sueña con emularlos. De Kin la Belle (“Kin, la bella”) se ha convertido en Kin la Poubelle (“Kin, el cubo de la basura”). Aunque conserva en parte la vida nocturna que la hizo famosa, los rascacielos del Bulevar 30 de Junio se caen a pedazos. Las calles de la capital del Congo son muy peligrosas. La corrupción lo impregna todo. En el mausoleo de Laurent Kabila, padre del actual mandatario, los ebrios soldados de la Guardia Presidencial tratan de sablear a los visitantes. En la otra orilla del inmenso Congo se divisa Brazzaville: son las dos capitales más próximas del mundo. En el puerto fluvial, los discapacitados, exentos de tasas aduaneras, son los reyes del pequeño comercio transfronterizo.

Tras una semana de espera, un descarado soborno para conseguir billete y dos horas largas de vuelo sobre la selva en un avión con piloto uruguayo, nos dejaron en la capital de Kivu Norte. No hay otra manera de llegar que el avión, aunque la siniestralidad aérea del Congo no lo aconseje: ha habido una treintena de accidentes desde 2005. En abril, un DC-9 se estrelló sobre Goma. Todas las aerolíneas del país están en la lista negra de la UE.

40.000 personas en los campos de refugiados

Desde el aire, las orillas del lago Kivu son de una belleza impactante. De cerca, Goma pierde. Situada a 1.600 metros de altitud, justo en la frontera con Ruanda, fue destino vacacional de congoleños adinerados, cuyas villas rodean el lago, y de turistas en busca de los gorilas de montaña del cercano Parque Nacional Virunga. Hoy es una ciudad destartalada y polvorienta en la que los niños recogen agua del lago en la playa du People, rebautizada por las ONG como “del Cólera”. En 1994 saltó a los titulares por acoger a un millón de fugitivos ruandeses, y en 2002 por la última erupción del Nyiragongo, sobre cuya lava traquetean los Land Cruiser de las agencias internacionales, miles de motocicletas indias que prestan servicio de taxi y los rudimentarios chukudú, rústicos patinetes de madera de “patente local” que transportan mercancías. Después regresó al olvido.

A una veintena de kilómetros, Sake fue en diciembre el frente de batalla. Dos veces la tomó Nkunda y dos veces fue expulsado por el ejército y la MONUC. La última vez dejó a 200 hombres en el intento. La carretera, que bordea el lago, pasa entre los campos de refugiados de Buhimba, Bulengo, Mugunga I, Mugunga II y Lac Vert, donde se cobijan más de 40.000 desplazados. La brigada india de la MONUC, con 4.500 cascos azules –o “turbantes azules” en el caso de los sijs– es la encargada de la seguridad en Kivu Norte. Kivu Sur, hoy bastante más tranquila, está en manos paquistaníes. Ironías de la geopolítica: los países encargados de llevar la paz a este rincón de África son enemigos históricos.

Las puertas de la base india en Sake están decoradas con escenas mitológicas y plegarias hindúes. En su interior, y pese a tratarse de un recinto provisional, hay cuidados parterres con flores, una tienda para hacer yoga y un gimnasio. Nos dejan acompañar a una patrulla de ocho hombres que parten en dos todoterreno Mahindra hacia las alturas de Mushake, a 20 kilómetros al noroeste, donde están desplegados medio centenar de indios junto a una veintena de ingenieros surafricanos que tratan de conseguir que la carretera a Masisi, un verdadero barrizal tras las lluvias, merezca tal nombre. A un kilómetro del puesto, los hombres de Nkunda, entre los que hay varios niños, controlan el pueblo. En la barrera cobran tasas a los camiones cargados de madera o de mineral de las minas de Walikale que se dirigen a Goma. Observadores independientes calculan que se llegaron a hacer 10.000 dólares semanales de recaudación.

De Sake parte otra pista hacia el norte que se adentra en el corazón del territorio que un día amenazó Nkunda con independizar como la República de los Volcanes, y donde viven cerca de un millón de personas. A la salida de la ciudad se encuentra la “frontera”. Sólo Médicos Sin Fronteras (MSF) se atreve a cruzarla para asistir a la población bajo control de Nkunda. Recurrimos a ellos para pasar al otro lado. Bajo nuestra responsabilidad, nos permiten viajar en un convoy de tres vehículos.

La carretera asciende lentamente por las verdes colinas de Masisi, un paisaje de pastos y plantaciones de bananeros que cuelgan de las laderas. Como en tantas rutas africanas, apenas pasan vehículos, pero cientos de personas transitan a pie, de un pueblo a otro. Las bicicletas no se montan, se cargan hasta lo indecible de mercancías, con frecuencia de carbón vegetal –combustible cuyo consumo está provocando la deforestación de los Virunga–. No se ve ni un solo animal de tiro, pero sí grandes rebaños de vacas de largos cuernos. Estamos en zona tutsi, un pueblo ganadero al que los demás congoleños consideran ruandés.

Congo: el índice más elevado de agresiones sexuales

Poco antes de Kirolirwe, actual cuartel general de Nkunda, una tienda vende olorosos quesos. El mismo general explota la finca que hay enfrente. Junto al pueblo hay un campamento con casi 8.000 desplazados. Se dice que Nkunda los usa como escudos humanos. “Si se han atrevido a llegar hasta aquí, sean bienvenidos”, afirma el coronel Claude, que luce un balazo en la mejilla izquierda. Las heridas tardan en cicatrizar en los Kivus.

En Kitchanga se hallan el hospital local y la base en la zona de Médicos sin Fronteras, donde trabajan una treintena de personas. En el hospital de Saint Benoît todos tienen alguna historia terrible que contar. Con voz entrecortada, Habumughisha Ngerageze, de 21 años, dice que su padre, de 61, fue asesinado a bayonetazos hace unos días por las “fuerzas negativas”, término empleado ante la imposibilidad de identificar a los asaltantes de los pueblos. En Kitchanga nos topamos con otra de las lacras de esta tierra maldita. Congo sufre el índice más elevado de agresiones sexuales del planeta. Y los Kivus, el peor de todo el país. Sólo en Kivu Sur se documentan 25.000 violaciones al año, que con seguridad son la punta de un iceberg. Las cometen uniformados y civiles, incluso los desplazados en los campos. Y algunos cascos azules, según ha reconocido la ONU. Y las sufren mujeres de todas las edades, que callan para no sufrir el rechazo de sus maridos y familiares.

La guerra en el este ha extendido este cáncer hasta la náusea. Al anochecer, miles de mujeres abandonan los pueblos y se refugian en el bosque hasta el alba. La violación masiva se ha convertido en un arma con la que desarticular la sociedad del adversario: se le humilla, se destruyen sus familias, se les contagia el sida u otras enfermedades. A ello hay que añadir los embarazos y las terribles fístulas. La ONG local SOPROP trata de ayudar a las víctimas. ”Recibimos de ocho a diez casos diarios, y creemos que se denuncia una cuarta parte de los que se cometen”, señala Thérèse Akwadra, de 42 años, comadrona de MSF que colabora en el centro de acogida. “Intentamos sensibilizar a las mujeres para que vengan aquí. Si lo hacen antes de 72 horas podemos aplicarles un tratamiento preventivo del contagio del VIH.” No hay diferencias. Todos los grupos cometen violaciones.

El sueño de un Congo hermoso

En poco rato pasan por la casa media docena de afectadas. Furaha, de 46 años, fue atacada por milicianos hutu. Es la tercera vez que la violan, y aún se cree afortunada: su marido, con el que tiene cuatro hijos, no la ha repudiado. Los testimonios más duros son los de Manishi y Tuisera, once y doce años, violadas por soldados en Butare.

“Estamos aún lejos del sueño de un Congo hermoso”, afirmaron los obispos congoleños con motivo del 48 aniversario de la independencia nacional. “Sólo queremos la paz, y volver a nuestras casas. Allí teníamos comida, y ropa”, repiten los desplazados. No sueñan con la riqueza que se oculta bajo el subsuelo; se conforman con volver a su miseria de antaño.

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