martes, 9 de febrero de 2010

Bombas sobre Guernica

Decían que sólo querían destruir un puente. Pero el 26 de abril de 1937, cuando los pilotos alemanes de la Legión Cóndor bombardearon Guernica, devastaron toda la ciudad y mataron a cientos de civiles. Fue el primer gran crimen de guerra de la Luftwaffe, las fuerzas aéreas alemanas. Basándose en la obra de Gordon Thomas y Max Morgan-Witts, El día en que murió Guernica, el autor recrea el antes, durante y después del ataque aéreo, en un relato cargado de emoción.

Lunes, 26 de abril de 1937, poco después de las cinco de la mañana. El cielo sobre Guernica está casi despejado, la borrasca de los últimos días se ha retirado por el golfo de Vizcaya. Sólo unos cuantos cirros reflejan los rayos del sol. El joven panadero Andoni Arzanegi ha dormido mal. Ha pasado la noche encima de los sacos de harina almacenados en el cobertizo detrás de su tahona, situada en la calle Goyen número 11. Estaba tumbado, dos de sus gatos le daban calor, y una y otra vez, el lejano ruido de cañones le arrancaba de su sueño. Pero al menos ha impedido que los ladrones se aprovecharan de la oscuridad para llevarse su harina. Los alimentos escasean en Guernica. Ya al principio de la Guerra Civil, en el verano de 1936, toda la región se había alineado con el Gobierno republicano. Pero ahora el ejército sublevado, encabezado por oficiales falangistas y nacionalistas, ha separado los territorios vascos del resto del país. Y el bloqueo empieza a surtir efecto.

Para comprar un kilo de café en Guernica

Un jornalero tendría que gastarse el sueldo de casi tres meses. Algunos carniceros han comenzado a sacrificar gatos y venderlos como conejos. La situación ha empeorado más con la creciente llegada de refugiados y soldados dispersos que se han retirado precipitadamente del frente y han ido hacia la ciudad. Hambrientos y con los uniformes andrajosos, cientos de ellos pasan el día en la plaza de la Estación. Invaden el Arrién y la Taberna Vasca, los dos mejores restaurantes de la ciudad, e interrumpen el baile vespertino en la plaza delante del colegio. De noche, cuando sopla el frío viento, buscan abrigo tras las lápidas del cementerio y hasta en el convento de monjas de Santa Clara. Ahora, Andoni Arzanegi tiene que constatar que también duermen en su Ford, un modelo de 1929 aparcado delante de la panadería. Han dejado sus fusiles, mochilas y cinturones de balas sobre el capó. Los exhaustos guerreros se han estirado sobre los asientos manchados con la sangre de sus camaradas heridos, para cuyo transporte requisaron el vehículo el día anterior. Diciendo maldiciones, Arzanegi tira el equipamiento al suelo y echa a los soldados del coche. Lo necesita para fingir que hoy es un lunes como cualquier otro. Primero conseguirá gasolina en el taller (a cambio de una tarta de manzana), después, como siempre, comenzará su ronda. 650 clientes están esperando el pan recién horneado. En la tarde de ese 26 de abril, un centenar de sus clientes estará muerto.

La gran aventura española

Guernica: la ciudad del Árbol

Cuando el bombero Juan Silliaco y su hijo de doce años cruzan el centro de la villa camino de la estación, apenas hay tráfico. Por las callejuelas de Guernica circulan menos carros de madera de lo habitual. En la esquina de la calle San Juan, como todos los días de mercado, espera el viejo vendedor de helados de fruta. Quizá haya venido por terquedad, quizá por costumbre: no tiene nada que vender, su caja está vacía. Silliaco ha madrugado porque quiere que su hijo se suba al primer autobús a Bilbao, un lugar ojalá más seguro. Dentro de pocos días, según cuenta la gente, el enemigo podría llegar a Guernica. Algunos esperan que la ciudad del Árbol, el viejo roble donde los reyes españoles juraban desde hace siglos guardar los fueros de Vizcaya, no será atacada por respeto a su gran tradición. Silliaco no opina lo mismo. Antes de partir, él y su hijo pasan por la estación de bomberos. El muchacho quiere despedirse de los dos caballos que han tirado del carro de los bomberos durante una misión la noche anterior. Con mangueras remendadas, Silliaco y sus colegas tuvieron que echar 300 litros de agua sobre una pensión en llamas.

La primera alarma desde hace seis meses

Los hombres sofocaron el incendio con facilidad. Pero Silliaco, un profesional curtido, duda de si los bomberos de Guernica serán capaces de enfrentarse a un incendio de dimensiones mayores. Las casas de la ciudad, con sus vigas de madera resecas, son auténticas trampas. Las estrechas callejuelas facilitarían la llegada de oxígeno a las llamas, que se alimentarían como a través de un canal de viento. Hace dos semanas, Juan Silliaco ha escrito una carta a la central de bomberos en Bilbao, quejándose de las piezas de unión torcidas de las mangueras y de la bomba de agua poco fiable. Hasta ahora no ha recibido ninguna respuesta. En la estación de bomberos, el mozo de cuadra se les acerca agitado, gritando que unos saboteadores han envenenado el agua potable de la villa. Bajo circunstancias normales, Silliaco haría caso omiso a semejantes rumores. Pero hace semanas que ya no sabe qué creer. En el convento de carmelitas a las afueras de la ciudad, la enfermera Teresa Ortuz se acaba de levantar de su esterilla de paja. La madre superiora la ha desper-tado después de concederle pocas horas de sueño, pues el médico militar Juan Cortés necesita ayuda en el hospital de campo. Teresa Ortuz admira a este cirujano por su tenacidad en la mesa de operaciones y por su manera de tomar el toro por los cuernos. Y lo odia cuando su aliento vuelve a apestar a alcohol y ajo, o cuando vierte cinismo sobre los conductores de ambulancias que le traen casos sin esperanza: hombres con cuerpos acribillados por las ráfagas de ametralladoras.

Hombres destinados a morir

Para ellos, como dice Cortés, no merece la pena malgastar la valiosa gasolina de las ambulancias. Desde hace algunos días, le traen soldados con quemaduras gravísimas: son víctimas de ataques aéreos con bombas incendiarias. También en Guernica crece el miedo ante una agresión desde el aire. Por la noche, las ventanas del convento son tapadas con la tela negra de los hábitos de las monjas. Una red camuflada con hierba oculta la ropa quirúrgica recién lavada y apilada en el patio. Y en el techo, a cualquier hora del día, dos monjas están sentadas espalda contra espalda, escrutando el cielo con prismáticos. De repente, las dos hacen sonar una campanilla. Un ayudante del hospital corre al convento gritando: “Avión, avión”. Pero el aparato ya ha virado y se está alejando. El médico espeta enfadado:

–Si detenemos el trabajo por cada avión que anuncian, no vamos a terminar nada.

Unos 50 kilómetros más al sur, en la ciudad de Vitoria, el teniente coronel Wolfram von Richthofen, sobrino del legendario Barón Rojo de la Primera Guerra Mundial, ha terminado sus ejercicios matutinos de gimnasia, se ha afeitado y ha salido de su suite del hotel Frontón. Vestido con el sencillo uniforme color caqui de su unidad, atraviesa el hall donde la noche anterior, después de regresar del prostíbulo, sus hombres han brindado con retraso por el cumpleaños de Adolf Hitler, el 20 de abril. Al pasar, Von Richthofen deja caer un sobre en el saco del correo. La carta contiene las páginas más recientes de su diario y está destinada a su mujer.

Sin embargo, es enviada a una dirección ficticia, como todas las cartas de sus hombres. La misión que los 5.000 soldados de la Legión Cóndor desempeñan en España es altamente secreta. Nadie debe enterarse de que las jóvenes fuerzas aéreas alemanas, nacidas en 1935, acumulan experiencia bélica apoyando al ejército nacional español, junto a pilotos de bombarderos de la Italia fascista. En sus líneas, Von Richthofen le describe a su mujer con entusiasmo un ataque de la semana interior en el que los italianos también han sido muy eficaces: “Es fantástico: efecto muy bueno de las bombas, con impactos muy densos. Mejor que las nuestras. Cuando encuentran un objetivo y aciertan, lo que no siempre es el caso, lo arrasan todo”. Hoy, sin embargo, Von Richthofen quiere superar a sus aliados. En el aeródromo de Vitoria, los soldados se dan cuenta de que el teniente coronel está de un humor excepcionalmente bueno. A las 8.30 horas aterriza el avión meteorológico. La predicción para el espacio aéreo sobre el objetivo y el corredor de acercamiento es buena: se espera para esa tarde una nubosidad del 30 por ciento, vientos ligeros de sur a suroeste y una buena visibilidad. El objetivo es Guernica. Ha comenzado el día 271 de la fratricida lucha española. El día en el que la villa vasca se convertirá en el símbolo de una forma de guerra despiadada y hasta entonces desconocida.

Eran tiempos de la República

Eran conflictos muy antiguos los que a principios de los años treinta desembocaron en una lucha cada vez más violenta. Hacía decenios que España estaba desgarrada. Por un lado, los partidarios de la vieja monarquía, junto a nacionalistas y fascistas, trataban de mantener un orden hacía tiempo obsoleto: querían perpetuar la influencia estatal de la Iglesia católica y el poder de un ejército sobredimensionado a cualquier precio. Además, deseaban mantener el predominio de las familias latifundistas, que controlaban un tercio largo de las tierras, aunque apenas representaban el 0,1 por ciento de las empresas agrarias. Estos adversarios de la República, extremadamente conservadores, anhelaban un caudillo, un representante de la hispanidad mitificada que ellos adoraban. Buscaban una figura simbólica que evocara aquellos lejanos tiempos en que el país aún era un poder mundial. Frente a estas fuerzas se formaban los trabajadores de la industria y los jornaleros del campo, unidos en enormes sindicatos. Estas organizaciones eran estrictamente jerárquicas y contaban con más armas año tras año, pero estaban muy reñidas entre sí. Tan sólo el movimiento anarquista tenía varios cientos de miles de militantes que se oponían radicalmente a cualquier forma de jerarquía social. De ahí que rechazaran tanto el viejo orden como el comunismo o la democracia.

Durante más de cien años, estos problemas se quedaron sin solucionar. Monarcas y dictadores fracasaron en el intento. Los españoles vivieron tres guerras civiles menores, una docena de golpes de Estado, un número tres veces superior de intentonas militares y varias constituciones que se anularon mutuamente.

España, país satélite de la Unión soviética

Desde 1931, el país es una república con un Gobierno elegido por el pueblo. Pero esto no ha ayudado a mejorar las cosas, aunque los primeros Gobiernos republicanos han llevado a cabo una serie de reformas legales: han anulado los privilegios de la Iglesia y han comenzado a expropiar los grandes latifundios y a reducir el número de efectivos del ejército. Pero la mayoría de los cambios son modificados una y otra vez en el laberinto de intereses políticos divergentes; otros son aplazados o revocados. Así los políticos no satisfacen las esperanzas de muchos españoles ansiosos de reformas rápidas ni aplacan la rabia de la oligarquía, que ha visto atacados sus viejos derechos. En consecuencia, todos se sienten perdedores y las posiciones se endurecen. En 1932, la República impide a duras penas un golpe derechista, y poco después aplasta brutalmente una rebelión de trabajadores. La acción militar es llevada a cabo por la Legión, una unidad de elite. En el transcurso de ella, un oficial bajito y ambicioso, nacido en Galicia, se gana el respeto de los gobernantes: Francisco Franco, de 41 años, es nombrado comandante en jefe del ejército republicano. Los políticos tardarán en darse cuenta de su peligrosidad.

Devastación en Guernica

En 1936, después de varias crisis de Gobierno, se celebran elecciones, pero ambos bandos hace tiempo que se han preparado clandestinamente para la lucha armada. Hay pocas dudas de que el Frente Popular, una coalición de los partidos de izquierda, obtendrá la mayoría parlamentaria. Muchos conservadores están convencidos de que habrá una inminente revuelta de los trabajadores destinada a convertir España en un país satélite de la Unión soviética.

Insultos al Ejército

Varias mujeres de clase alta insultan a oficiales uniformados del ejército en plena calle, llamándoles cobardes por no tener el valor de sublevarse contra los “comunistas”. El 17 de julio de 1936 sí se atreven. Una junta de generales, entre ellos Francisco Franco, trata de hacerse con el poder y derrocar a la República por una dictadura militar de corte nacionalista. Pero se equivocan: la resistencia es mucho más fuerte de lo que esperaban, y España entera se hundirá durante tres largos años en una guerra fratricida, una lucha brutal que tendrá repercusiones en toda Europa y que agudos observadores pronto van a considerar como mal presagio de una nueva gran guerra europea.

Apenas comenzados los choques en la península ibérica, los demás poderes del continente se esfuerzan en aprovechar el conflicto interno de los españoles. Oficialmente, los Gobiernos europeos mantienen una política de no injerencia. Pero todo el mundo sabe que casi nadie respeta el acuerdo. Y que la Guerra Civil española, nada más estallar, se ha convertido en la primera guerra por delegación de la modernidad.

El dictador soviético Josef Stalin ve el conflicto como oportunidad para lograr que la izquierda española, fragmentada desde hace años, se alinee por fin con el Partido Comunista de la Unión Soviética. Stalin abastece al Gobierno republicano con cientos de tanques y aviones, además de pilotos y consejeros militares fieles a la línea del partido. Francia deja que miles de intelectuales y refugiados políticos de todo el mundo viajen a España por los Pirineos para luchar al lado de los republicanos en las llamadas Brigadas Internacionales.

Entre los casi 40.000 voluntarios provenientes de 53 países se encuentra el escritor británico George Orwell, que se une a milicianos anarquistas y vive durante semanas en el lodo de las trincheras de Cataluña.Los golpistas, a su vez, reciben su ayuda sobre todo desde Italia y Alemania. En Berlín, la Guerra Civil es considerada como un golpe de suerte: por un lado, desvía la atención internacional de los preparativos germanos para la invasión de Checoslovaquia. Por otro, el conflicto español es bienvenido para ensayar nuevos armamentos y entrenar a jóvenes soldados alemanes. Un test para enfrentarse al auténtico material de guerra soviético del bando opuesto. La Guerra Civil no ha cumplido ni diez días cuando Adolf Hitler ordena un amplio paquete de ayudas para su correligionario fascista Franco. La decisión la toma en la ciudad bávara de Bayreuth, después de asistir a una ópera. Probablemente por eso, la misión secreta de la Legión Cóndor recibe el nombre de la escena final de las walkirias de Wagner: “Operación Feuerzauber” (fuego mágico).

"Hasta el último ladrillo"

Guernica, 26 de abril de 1937, alrededor de las diez de la mañana. Una docena de oficiales vascos se reúne en una habitación requisada del convento. Quieren discutir su estrategia para los días siguientes. Las provincias Vascongadas están del lado de la República porque el Gobierno les ha prometido autonomía. Desde hace meses, el País Vasco es un objetivo. Los nacionales lo han aislado del resto de los territorios fieles a la República. Las unidades enemigas ya están avanzando hacia Guernica. Los oficiales reunidos en el convento están de acuerdo en que la villa tiene que resistir. Al menos hasta que lleguen los aviones franceses con los que quieren parar el avance de los golpistas hacia la ciudad industrial de Bilbao, situada a 25 kilómetros de distancia. Por eso, los militares vascos deciden convertir en baluarte la iglesia de San Juan. Varias ametralladoras, protegidas por los gruesos muros de la cripta, podrían detener a las tropas enemigas durante muchas horas aunque sean muy superiores en número. Además, sería posible cubrir con fuego de fusiles casi toda la plaza del Mercado desde las ventanas de los restaurantes Arrién y Taberna Vasca.

Han elegido algunas casas de la calle San Juan para, en el peor de los casos, volarlas y que los escombros obstruyan el avance de la infantería y los vehículos del enemigo. Guernica, dicen los oficiales, tiene que ser defendida “hasta el último ladrillo”. Los alrededor de 7.000 habitantes civiles deben ser evacuados a Bilbao hasta el viernes, es decir, en un plazo de cuatro días. Mientras, la tensión se mastica en las calles de la villa. Por primera vez desde hace años, el alcalde ha cancelado su comida en el restaurante Arrién. El director del Banco de Vizcaya ha encerrado todo el dinero en una caja fuerte a prueba de fuego; los documentos más importantes, metidos en un saco, los ha sacado de la ciudad a pie. La puerta del sótano del Ayuntamiento está abierta, encima del marco cuelga un letrero que dice “refugio”. Los soldados excavan trincheras en la blanda tierra del cementerio.

Objetivo: el puente de Guernica

Para el panadero Andoni Arzanegi, el día de trabajo termina a eso de las once de la mañana. Al final de su ronda ha llevado una tarta de cumpleaños a la hija de un amigo. La muchacha cumple quince años. Ahora, la gasolina se acabó. Arzanegi estaciona el Ford y camina por las callejuelas. El día soleado, como recordará más tarde, estaba “como hecho para olvidarse de todo”. Pero no lo logra. Empleados municipales apilan sacos de arena por doquier. La plaza de la Estación parece un almacén de trastos viejos. Los refugiados han dejado atrás todo lo que pesa demasiado para llevárselo: armarios, sillas, utensilios de cocina. Y cuando el bombero Juan Silliaco vuelve a pasar por la estación de bomberos, encuentra las puertas abiertas de par en par y los caballos enganchados, listos para salir.

–Es una orden del alcalde –le dice el mozo–. Una medida de seguridad.

Silliaco se enfada. Cierra las puertas y desengancha a los caballos. Esto no es un circo. Al otro lado del frente, poco antes del mediodía, el teniente coronel Wolfram von Richthofen tiene una reunión. En un campo cercano le espera el coronel Juan Vigón, su contacto en el bando nacional: es un antiguo maestro que daba clases a los hijos de la nobleza baja. Ambos oficiales examinan las fotos aéreas de los aviones de reconocimiento que Von Richthofen ha traído. Ante Guernica hay un hueco en el frente. A lo largo de 25 kilómetros, los soldados de la República se retiran desordenadamente. La situación es tan clara que los dos hombres no tienen que consultarla con sus superiores. Von Richthofen vuelve a Vitoria para comunicar sus órdenes a los oficiales de la Legión Cóndor. En la recepción del hotel Frontón hay un mapa en la pared, donde Von Richthofen indica un pequeño puente que el enemigo tiene que cruzar si quiere retirarse a Guernica: se trata de destruir este puente y la carretera que conduce hacia él. Nadie objeta que las primeras casas de la villa se encuentran a tan sólo 300 metros al este del puente. Todos conocen la nota interna firmada por Von Richthofen que cuelga en el hall desde hace cuatro semanas: “Cuando se atacan objetivos militarmente importantes, no es preciso tener consideración con la población civil”. Después, el teniente coronel se dirige al frente para observar el ataque personalmente. Más tarde, un soldado alemán recordará que Von Richthofen condujo su Mercedes con tanta decisión aquel día que uno diría que pilotaba un avión de caza.

Nueva generación de aviones

En el cuartel de la Legión Cóndor, en Burgos, a más de cien kilómetros de distancia, las órdenes de Von Richthofen son recibidas por teléfono a las trece horas y son comunicadas enseguida a los comandantes de los escuadrones aéreos. La reunión previa en el despacho del oficial de turno es pura rutina. Los avezados pilotos apenas toman notas. Objetivo principal: un puente de piedra, de 25 metros de longitud y 10 de ancho. Rumbo: primero hacia el norte, adentrarse un poco en el golfo de Vizcaya, dar la vuelta y acercarse a Guernica desde el mar. Desde allí, piensan, los defensores no estarán esperando ningún ataque. La operación debe desarrollarse así: empezarán cuatro bombarderos Heinkel-111, una nueva generación de aviones hasta ahora apenas probada. Después, los Junkers Ju-52 tirarán varios miles de bombas en tres oleadas. Deben sobrevolar la ciudad en la clásica formación de uve, protegidos por cazas que aseguran el espacio aéreo encima de los bombarderos. Según documentos de la Legión Cóndor, en aquel día también están listos para el combate cuatro “bombarderos en picado” del tipo Henschel 123. Serían los aparatos idóneos para un ataque puntual como la destrucción de un puente. Hasta el día de hoy, nadie sabe por qué no despegaron. El teniente coronel Von Richthofen ha ordenado que las bombas sean tiradas desde 2.000 metros de altura. Debe saber por experiencia que esto implica un alto porcentaje de fallos.

Pánico entre los enemigos

En tres oleadas de 20 minutos cada una, así lo han planeado los alemanes, dos escuadrones de cazas Heinkel-51 y (según algunos relatos) los nuevos Messerschmitt 109 disponen de tiempo suficiente para descender y disparar con sus ametralladoras de a bordo a cualquiera que ose salir a la calle. Como en muchas ocasiones anteriores, Von Richthofen les ha recomendado a los pilotos que se lleven granadas de mano para tirarlas desde la cabina en el momento adecuado. En la elección de las bombas de aquel día, el comandante de la Legión Cóndor ha insistido en la “mezcla habitual”: en el fuselaje de los aviones se fijan las llamadas bombas de gravedad, entre ellas, poderosos ejemplares de 250 kilogramos. Además, bombas de racimo de diez kilogramos y bombas incendiarias de un kilo, tipo B1E: finos cilindros de metal de 35 centímetros de longitud, llenos de Termita, un polvo a base de aluminio y óxido de hierro que alcanza temperaturas de 2.400 grados centígrados al quemarse.

Una sola de esas bombas puede hacer que un camión estalle en llamas. Von Richthofen las emplea en España sobre todo para crear pánico entre los enemigos que huyen. Prácticamente no pueden dañar un puente de piedra. Sin embargo, los B1E suman alrededor de un tercio de la “mezcla habitual”. Tan sólo los Ju-52 llevan más de 2.500 cócteles incendiarios de ese tipo. Un comandante de escuadrón afirmará más tarde haber protestado “enérgicamente” contra el uso de tales bombas: desde la altitud estipulada, los ligeros artefactos caerían sobre la ciudad “como hojas en otoño”, totalmente “fuera de control”. Su superior no hizo el menor caso a la objeción. Poco después de las quince horas, el Mercedes de Wolfram von Richthofen llega al pie del monte Oiz y sube deprisa por una ladera boscosa.

"Objetivo a la vista"

A una altitud de mil metros, el oficial espera tener una buena vista del objetivo. En el convento de carmelitas de Guernica, Teresa Ortuz asiste al médico Cortés por primera vez en una amputación. Le daba miedo, pero ahora se asombra por lo fácil que le resulta. A las 15.40 horas, un mecánico del aeródromo de Burgos libera el timón del Heinkel 111 de Rudolf von Moreau, el líder del escuadrón de bombarderos experimentales. El teniente, de 27 años, es una leyenda entre los pilotos de la Legión Cóndor. Hace algunos meses, tiró repetidamente paquetes de alimentos desde un Ju-52 al patio de la fortaleza, un espacio de tan sólo 50 metros cuadrados, salvando la vida a las tropas nacionales sitiadas. Sus camaradas comparan la hazaña de Moreau con la de un atleta que corre los cien metros lisos y logra tirarle una piedra a un sello postal durante la carrera. Hoy, Von Moreau es el primer atacante y tiene que sondear el objetivo. Su operador de radio, su tirador y su mecánico de a bordo están en sus puestos. Las hélices del bimotor empiezan a girar, y el aparato de casi 2.000 caballos de vapor acelera sobre la pista de hierba. A las 15.45 horas, el He-111 despega. En la proa reluce un emblema, un águila que agarra una bomba. Von Moreau rápidamente alcanza los 2.000 metros de altitud, vira y espera a los demás miembros del escuadrón. Media hora más tarde se reúnen con su escolta de cazas provenientes de Vitoria. El observador de Von Moreau está tumbado en el morro acristalado del avión, mirando hacia abajo. El Heinkel desciende, se desliza sobre pinares, arroyos de montaña y escarpadas laderas. De vez en cuando aparece un carro tirado por bueyes en algún camino rural. En el suelo no hay ni una sola batería antiaérea. “Objetivo a la vista”, grita el tirador-observador.

El rugir del fuego

El tirador en el morro del avión ha avistado el puente

Desde la azotea del convento, las monjas divisan los aviones y hacen sonar sus campanillas de alarma. Dos hermanas corren a la calle y desvían las ambulancias para que no les delaten la posición del hospital a los bombarderos. El médico Cortés y la enfermera Teresa Ortuz deciden seguir adelante con la operación. En la plaza de la Estación, hay un bullicio de refugiados desorientados. Aún no pueden ver los aviones, pero oyen las campanas de la iglesia de Santa María. Al principio nadie sabe de qué peligro les alerta el tañido. La primera vuelta de los aviones sobre Guernica sólo les sirve para orientarse. Con buena visibilidad, el tirador en el morro del avión ha avistado el puente. Ahora Von Moreau pone rumbo a la villa por segunda vez. Reduce la velocidad a 250 kilómetros por hora. Desciende un poco, corrige el rumbo y suelta las bombas. Caen a cientos de metros del puente, en plena ciudad. Y en la plaza de la Estación. El Heinkel 111 asciende, vira y desaparece. El aparato de Von Moreau es el primero de 43 aviones alemanes que tiran, según se estima, unos 40.000 kilogramos de bombas sobre Guernica. Ni una impactará en el puente.

Nadie en España había pensado que las cosas iban a llegar a tales extremos. Los generales sublevados, al comienzo del golpe, el 17 de julio de 1936, pensaron que a su señal todas las guarniciones se levantarían al unísono y que la República caería a los pocos días. Se equivocaron. Sobre todo amplias partes de la armada seguían fieles a la República. Eso sí, sólo porque muchos marineros rasos se unieron contra los oficiales golpistas y se apoderaron de la mayoría de los cruceros y destructores. De ahí que fallara un importante detalle en el plan de los generales: hubieran necesitado los barcos de guerra para transportar las curtidas tropas africanas del general Francisco Franco (que había desertado de su puesto en secreto) desde Marruecos a la Península. La sublevación, apenas comenzada, se quedó atascada hasta que Alemania proporcionó aviones y se creó un puente aéreo sobre el estrecho de Gibraltar. El Gobierno de la República, a su vez, había sobrestimado la fuerza de sus tropas y estaba convencido de poder aplastar el golpe en 24 horas. Al principio, los políticos ignoraron el llamamiento de los sindicatos, que exigieron la entrega de armas del ejército a sus millones de militantes para que pudieran hacer frente a los rebeldes. Algunos his-toriadores modernos opinan que sólo esta actitud vacilante ha permitido que un golpe casi malogrado se convirtiera en una lucha que duró años. Así España quedó dividida en dos bandos irreconciliables, “republicanos” y “nacionales”, y los unos se abalanzaron sobre los otros con odio desmesurado y sin piedad.

La guerra se propagó

A los pocos días, la guerra se propagó como un reguero de pólvora por todo el país. Cada aldea, cada unidad del ejército, cada plantilla de cualquier fábrica, cada individuo tenía que decidir de qué lado iba a estar. Esto casi siempre significaba una decisión a vida y muerte. Se estima que tan sólo en aquel verano de 1936, unas 80.000 personas fueron asesinadas en toda España porque estaban del lado equivocado en el lugar equivocado. Las ciudades de Cádiz y Sevilla cayeron rápidamente bajo el control de los nacionales, al igual que Salamanca, Vigo y Burgos. En lugares con trabajadores bien organizados, sin embargo, los republicanos solían estar en mayoría. En Barcelona, por ejemplo, los sindicalistas lograron acceder a los arsenales estatales con los primeros rumores sobre un golpe militar. Trabajadores de imprenta levantaron barricadas con rollos de papel de periódico, manteniendo en jaque a todo un regimiento de sublevados. En plena batalla, algunos obreros se asomaron a la barricada gritándoles a los perplejos soldados que no dispararan a sus hermanos. Las tropas de la artillería de montaña dieron la vuelta a sus cañones y empezaron a dispararles a sus propios oficiales. Barcelona seguía siendo republicana.

En España fusilar es como talar árboles

En el resto del país, pronto surgió una situación de empate. Los rebeldes y los republicanos ocupaban zonas más o menos iguales en superficie. Cada bando disponía de unos 100.000 hombres bajo armas. Los golpistas tenían las tropas más experimentadas y controlaban el importante estrecho de Gibraltar. La República contaba con la capital, las reservas estatales de oro, el litoral del golfo de Vizcaya y las zonas industriales de Cataluña y el País Vasco. En cambio, el Gobierno republicano andaba escaso de armamento. Muchos milicianos al principio no tenían más que escopetas viejas y oxidadas; y utilizaban latas de conservas llenas de dinamita como granadas de mano. Ambos bandos estaban dispuestos a luchar hasta el final. Y esto no sólo en el frente. El escritor francés Antoine de Saint-Exupéry, quien viajó por España en el verano de 1936 como mediador voluntario para salvar vidas inocentes, apuntaba horrorizado: “En España fusilar es como talar árboles”.

Extirpando las partes podridas de la nación

En la zona republicana, los fabricantes con reputación de explotadores apenas tenían posibilidades de sobrevivir: eran linchados. Lo mismo se hacía con los fascistas, esquiroles y latifundistas. Comandos izquierdistas los sacaban de noche de sus camas y los fusilaban junto a alguna carretera a la luz de los faros de un coche. Muy pronto, la gente llamaba estas ejecuciones “darle el paseo a alguien”. Los comunistas también asesinaron a unos 7.000 sacerdotes, frailes y empleados de la Iglesia así como a 283 monjas. Antes de prenderle fuego a una iglesia, los milicianos se afeitaban a veces con el agua bendita de la pila de bautismo. La misma violencia desplegaron los fascistas. Un portavoz del general Franco explicó a un periodista estadounidense que había que “eliminar un tercio de la población masculina para limpiar el país del proletariado”. Soldados del ejército que seguían fieles al Gobierno eran fusilados por “rebelión”. Intelectuales, profesores, médicos y masones verdaderos o presuntos eran víctimas de los comandos de la Falange (movimiento nacionalista, fascista y anticomunista formado en 1933). Los falangistas declararon que sólo estaban “extirpando las partes podridas de la nación”. A los cadáveres de los sindicalistas, los asesinos les solían pegar sus carnés de militancia en el pecho, como señal visible de su presunta culpabilidad.

Y un general de Franco proclamó haber prometido a los mercenarios marroquíes del ejército nacional que iban a recibir a las mujeres de Madrid como “dulce botín”. Sabía que la sola mención de saqueos y violaciones perpetrados por los “moros” bas-taba para provocar el pánico en la población. Incluso el teniente coronel nazi Von Richthofen respeta el carácter despiadado de los africanos. Los llama “nuestros amigos de tez oscura” y los alaba por ser tan temidos en la tierra como la Legión Cóndor en el aire.

Primeros artefactos

Centro de Guernica, hacia las 16.30 horas. En la plaza de la Estación detonan los primeros artefactos entre las más de 300 personas que esperan el tren a Bilbao o que han salido de sus casas por la alarma aérea. En la calle de la Estación, a cien metros de la plaza, el bombero Juan Silliaco es tirado al suelo por la onda expansiva. Cuando alza la vista, ve un grupo de mujeres con hijos. Sus cuerpos son lanzados por el aire hasta alcanzar una altura de seis metros, donde son despedazados por la fuerza de la detonación. Silliaco se levanta y corre hacia el lugar de impacto más cercano. Por todas partes hay heridos gritando y gente asustada. Los gritos más fuertes se escuchan ante el hotel Julián, un edificio de cuatro pisos, cuya fachada ha colapsado bajo la fuerza de una bomba de 250 kilogramos. Varias mujeres están buscando entre los escombros, llorando. Hasta hace pocos minutos, sus hijos estaban jugando delante del hotel. Silliaco les grita que se callen. Se tumba sobre los cascotes y escucha si hay signos de vida, pero luego se levanta y niega con la cabeza.

El panadero Andoni Arzanegi se ha arrodillado incrédulo junto a un muchacho que conoce, un monaguillo de la iglesia de Santa María. Su ropa está hecha trizas. Por lo demás, parece ileso. Pero la onda expansiva ha desgarrado su pulmón. Aterrorizado, Arzanegi se tambalea hacia la estación. Descubre el cadáver de una chica de doce años, Florencia Madariaga, a la que reconoce por la trenza. Se agacha sobre el cuerpo decapitado de Juliana Oleaga, a la que identifica gracias a su ropa. El panadero se une a los bomberos de Juan Si-lliaco. Juntos avanzan a través del sofocante humo hasta el edificio de la estación. Al lado de la ventanilla de los billetes rescatan al funcionario entre los escombros. Está temblando como si tuviera calambres. Después muere.

Once segundos más tarde impactan en la ciudad

A las 16.45 horas, Rudolf von Moreau vuelve a sobrevolar la costa, los demás aviones se reúnen detrás de él y viran rumbo a Guernica. Esta vez, Moreau lleva al escuadrón más bajo de lo previsto, y los alemanes sueltan sus bombas desde una altitud de 700 metros. Once segundos más tarde impactan en la ciudad.

El hijo del dueño de la Taberna Vasca y sus amigos se han escondido en un tubo de desagüe. Los quince centímetros de hormigón parecen ofrecerles una buena protección. Sólo dos semanas después, los cadáveres de los niños aparecen, arrastrados por las aguas después de una lluvia torrencial. En la plaza del Mercado, los puestos de venta, cubiertos por toldos de lino, están en llamas. El humo asfixia los pollos encerrados en jaulas y ennegrece frutas y verduras. La gente se tambalea medio ciega. Una bomba incendiaria cae en un corral, quemando a dos bueyes. Locos por el dolor, rompen la valla y caen en el cráter que una bomba ha dejado unos metros más adelante. Juan Silliaco está a 50 metros de la estación de bomberos cuando el edificio se desploma detrás de una nube de humo y polvo. Los escombros sepultan los cadáveres de los caballos y del mozo y aplastan el carro de los bomberos.

La niña del cumpleaños

Hacia las 17 horas, en el aeródromo de Vitoria, comienzan a rotar las hélices de una decena de cazas Heinkel 51. Al mismo tiempo, sobre la pista de Burgos, retumban los 27 motores BMW refrigerados con aire de los bombarderos Ju-52. En Guernica, un oficial de la República logra por fin establecer una comunicación telefónica con el cuartel general. Pide aviones y artillería. Le responden que van a deliberar sobre la solicitud.

Andoni Arzanegi encuentra casi intacta la tarta que entregó esta mañana; está sobre un montón de escombros en la calle Don Tello. La niña del cumpleaños y la madre han perecido bajo los cascotes de la casa. El panadero se agacha sobre una oficinista herida tumbada en la calle. Quiere llevarla a un apartamento para que una amiga la cuide. La amiga se le acerca por la estrecha callejuela para ayudarle. En este momento, el sonido agudo y aullador de motores anuncia la llegada de los He-51. Sobrevuelan las calles y plazas a unos 30 metros de altura y a toda velocidad. “Como perros pastores voladores que arrean un rebaño de humanos al matadero”, dijo más tarde un habitante.

De repente, la amiga del panadero es lanzada dos metros hacia atrás por los disparos de una ametralladora. Cuando sus hijos se acercan al cadáver, los mata una sola ráfaga del arma desde otro Heinkel. Varias personas se han refugiado bajo los pilares del puente de Rentería, el objetivo oficial del ataque aéreo. Aquel día, es uno de los lugares más seguros de la villa. Las bombas que caen más cercanas arrancan de cuajo unos frutales de la huerta del monasterio de La Merced. Algunas bombas incendiarias impactan en una cercana fábrica de caramelos, penetran el techo y prenden fuego a una caldera con agua azucarada. El edificio es totalmente destruido por las llamas. Por la tarde, el alcalde, en el refugio repleto del sótano del Ayuntamiento, ordena sacar cuatro cadáveres y cerrar la puerta: un caza de la Legión Cóndor había disparado al refugio. En otro refugio, en la calle Allende Salazar, también cierran la puerta. Más tarde, 20 víctimas asfixiadas aparecerán detrás de ella. En el convento de carmelitas, la enfermera Teresa Ortuz y el médico Juan Cortés hace tiempo que ya no trabajan en el hospital. Operan a los heridos allá donde los ayudantes los hayan puesto, en las celdas de las monjas, en los corredores, en el suelo. Todo el edificio está repleto de personas con miembros destrozados, heridas abiertas de par en par, cuerpos sembrados de balas. Hace tiempo que Teresa Ortuz ha dejado de contar las amputaciones. Su trabajo le parece una infinita sucesión de serrar, cortar, y volver a serrar. Muchos de los pacientes gritan pidiendo un sacerdote. Pero no hay ninguno.

Poco después se acaban las reservas de sangre. Cortés constantemente tiene que deliberar qué herido vale la pena tratar. Cuando la enfermera lo observa durante una de estas decisiones, gruñe:

–No estoy jugando a ser Dios. Sólo trato de quedar bien con todos. Más o menos en este momento, los primeros Ju-52 se están acercando a la ciudad. Poco después tiran sus bombas en tres oleadas, tal y como habían planeado. Los artefactos hacen que tres cuartos de las casas de Guernica se desplomen o se quemen. Destruyen los dos restaurantes del centro, arrasan la iglesia de San Juan. Al bombero Juan Silliaco lo sepultan bajo los muros y las vigas de una casa. Las bombas incendiarias, como recuerda uno de los pilotos, caían como un “chubasco plateado” a la villa envuelta en nubes de humo. Entre otros edificios se incendia el Banco de Vizcaya. Los bi-lletes guardados en la caja fuerte a prueba de fuego se convierten en cenizas. Uno de los pequeños cilindros metálicos penetra el techo de la iglesia de Santa María. Los fieles de la parroquia tratan de apagarlo el incipiente incendio echándole vino de misa y agua de las jarras de flores. Delante de la iglesia, un sacerdote fotografía el acercamiento de los Ju-52 con una cámara de placas.

Los primeros cazas

–Negarán lo que han hecho –le dice a otro religioso. El mundo necesita tener la prueba. En la foto se ven tres bombarderos sobre la ciudad. No vuelan uno detrás del otro, como sería normal a la hora de atacar un pequeño puente. Vuelan uno al lado del otro, como si quisieran tirar una alfombra de bombas tan ancha que lo aniquilara todo. Cuando, hacia las 18.50 horas, los primeros cazas Messerschmitt 109 provenientes de Vitoria aparecen sobre Guernica, según cuentan los habitantes, los tiradores de a bordo disparan sobre todo a los refugiados, mientras muchos de ellos se dirigen por una carretera de montaña hacia la localidad vecina de Luno. El panadero Andoni Arzanegi escapa por los pelos a las ráfagas que impactan entre la multitud. Diez minutos más tarde, cazas del tipo He-51 culminan la tarea de exterminación durante un periodo de más de media hora.

–Era imposible entender por qué habían venido esos aviones –contará un testigo ocular más tarde.

Si entre el mercado y la estación nada había quedado en pie. Más o menos a esta hora, el bombero Juan Silliaco recupera la consciencia. Un tubo de agua roto lo ha protegido de los escombros, formando una bolsa de aire. A su lado hay un cuerpo de mujer distorsionado estrafalariamente. Piensa en su hijo y qué decisión más feliz fue la de enviarlo a Bilbao con el autobús de la mañana. Hacia las 20 horas, unos soldados sacan a Silliaco de entre los cascotes. Sale casi ileso y se une a un grupo de rescate. Pero la esperanza de encontrar supervivientes entre las casas desplomadas es cada vez más pequeña: la mayor parte de las viejas casas de Guernica está en llamas. En muchos lugares huele a carne quemada. La luz de una ciudad en llamas entra por las ventanas del hospital de campo. El médico Cortés y su equipo trabajan, con breves pausas, las próximas 24 horas. Teresa Ortuz recuerda: “Sabíamos que si dejábamos de trabajar moriría aún más gente”. A las 23 horas aparece un grupo de bomberos de Bilbao. Pero apenas queda agua en las tuberías rotas de la villa. Los hombres tardan 16 horas en apagar los últimos focos. Ya no se puede determinar cuántos cadáveres hay en las calles y debajo de los escombros. La mayoría de las estimaciones calcula que eran varios centenares.

En Vitoria y Burgos, los pilotos del Legión Cóndor se reúnen por la noche para evaluar la misión. No han registrado nada en especial. Sí, una cosa: todos están de acuerdo en que el humo y el polvo sobre la ciudad resultaron muy molestos. Hacia medianoche, los soldados celebran una fiesta en el hotel Frontón. Está abierto el prostíbulo especialmente creado para la Legión Cóndor. El cuarto de hora con una chica española cuesta cien pesetas, el precio incluye una latita de aluminio con dos preservativos y el uso de dos grandes toallas. Wolfram von Richthofen, después de inspeccionar por última vez el hangar, vuelve a su habitación. Cuatro días después, mientras, las tropas nacionales han ocupado Guernica, apunta en su diario de guerra: ”Guernica, ciudad de 5.000 habitantes, prácticamente arrasada. Cuando llegaron los primeros Junkers ya había humo por todas partes, nadie era capaz de distinguir los objetivos carretera, puente, arrabal. Habitantes en gran parte fuera de la ciudad por una fiesta, la mayor parte del resto la abandonó ya al principio. Una pequeña parte murió en refugios por los impactos. Todavía visibles los agujeros que las bombas han dejado en las calles. Simplemente fantástico”.

Un día después, el 1 de mayo de 1937, el jefe de la Legión Cóndor añade una nota personal a los apuntes: “Decido irme de vacaciones, pues próximamente no habrá actividades frente a Bilbao. Voy a cazar rebecos en Gredos. Mañana me marcho”. Desde el punto de vista militar, el ataque de la Legión Cóndor a Guernica es un episodio sin mucha importancia. Uno más entre los casi mil días de la Guerra Civil. Un día en el que la guerra cobra varios centenares de víctimas. Varios centenares entre las 270.000 personas que se estima perdieron su vida en esta lucha fratricida. Sin embargo la trascendencia mundial de aquel día de terror llega por su especial atrocidad: el bombardeo desconsiderado de ciudades. No es nuevo, pues ya fue empleado en guerras coloniales; pero en Guernica, las devastadoras consecuencias quedan especialmente patentes. Por eso, el ataque del 26 de abril de 1937 enseguida se convierte en un tema propagandístico de todos los bandos implicados. La noche después del ataque, un corresponsal del diario londinense Times llega a la ciudad. En una detallada crónica acusa a la aviación alemana de una “acción vil… sin equivalente en la historia militar”, perpetrada al parecer tan sólo para desmoralizar a la población civil.

Las palabras de Franco

El Gobierno nazi, en Berlín, no tarda en darse cuenta de que el ataque puede perjudicar su prestigio ante aquellos que aún no han reconocido su verdadera cara. Deprisa, la Legión Cóndor envía “artificieros” a Guernica con la misión de hacer desaparecer traicioneros restos o bombas no explotadas con inscripciones en alemán. Y el diplomático Joachim von Ribbentrop pide que Franco niegue “enérgica y contundentemente que aviones alemanes hayan atacado Guernica”. Los aliados fascistas deciden afirmar que los defensores “rojos” han incendiado la villa para que no caiga en manos de los nacionales. Periódicos alemanes publican comentarios indignados sobre la “propaganda con atrocidades inventadas” de la “prensa izquierdista” británica.

Documentos secretos...

En este momento, los ingenieros del Luftwaffe ya trabajan en una exacta evaluación del ataque a Guernica y otras ciu-dades españolas. En documentos secretos apuntan que las bombas incendiarias han “prendido fuego a muchos techos” y que gracias a los artefactos de 250 kilos “se han destruido tuberías de agua, lo que impidió los intentos de apagar el fuego”. Y recalcan la necesidad de dar en el blanco con la mayor frecuencia posible para conseguir las “deseadas catástrofes incendiarias”. Ésto, dicen, es importante sobre todo en ciudades que se caracterizan por construcciones sencillas con “un escaso equipamiento de muebles” y donde también faltan “otros objetos inflamables como cortinas en las ventanas”. Estos nuevos conocimientos se aprovechan para la planificación de los ataques aéreos de la Segunda Guerra Mundial. Una investigación internacional del ataque, propuesta por el Gobierno británico con poco entusiasmo, fracasa por la resistencia alemana en la “Comisión de no injerencia”. Desde junio de 1937, Guernica ha desaparecido de la agenda diplomática de Europa.

Finalmente, la lucha por la opinión pública se decide en otro lugar: en un taller de la parisina Rue des Grands-Augustins. Allí trabaja el entonces pintor más famoso del mundo, Pablo Picasso. Indignado y repugnado por este acto terrorista, comienza una obra monumental poco después del ataque: una desconcertante pintura en blanco, negro y gris, de 3,50 metros de altura y 7,80 metros de ancho. Su título: Guernica. Picasso, sudando y como poseído, corre de un lado del lienzo al otro, apila cadáveres aplastados, rostros distorsionados por el dolor, cadáveres de animales. A la izquierda de la pintura, una mujer se agacha a la sombra de un toro, llevando en brazos el cuerpo fláccido y sin vida de su hijo. Al cabo de seis semanas, Picasso ha terminado de pintar los 27 metros cuadrados y ha creado la representación definitiva del crimen de guerra de Guernica: una imagen del sufrimiento y del terror, del llanto y de la acusación. En ve-rano de 1937, cuando todavía los republicanos ostentan el poder en Madrid, la obra es mostrada en la Exposición Universal de París, en el pabellón español. Hasta el día de hoy, la obra ha marcado el recuerdo del día 271 de la Guerra Civil española. Y el ataque a Guernica ha quedado grabado a fuego en la historia de la humanidad como símbolo de la crueldad del terror de las bombas.

Un estampa para historia

Mientras, en España sigue la lucha. Pocas semanas después de la destrucción de Guernica (como por un milagro, el Árbol y el edificio del parlamento apenas han sufrido daños), los nacionales penetran por el llamado “anillo de hierro” de búnkeres que rodea Bilbao. Poco después, todo el norte de España cae en sus manos. Ingenieros alemanes son enviados a las fábricas y empresas siderúrgicas vascas. El general Franco recompensa la ayuda de los alemanes con productos industriales y materias primas. La guerra se prolonga durante casi dos años más. Al final, los republicanos no tienen la menor posibilidad de ganar. Los anarquistas, socialistas y comunistas de sus tropas están divididos y no presentan una estrategia común. Además, por razones poco claras hasta el día de hoy, Stalin deja de enviar armamento a los republicanos.

El bombero Juan Silliaco y el panadero Andoni Arzanegi sobreviven a la guerra. Ambos tienen que construirse una nueva vida. La panadería, una empresa familiar con siglos de tradición, se ha derrumbado durante el ataque. La fachada de la casa se ha caído sobre el Ford de 1929, aparcado delante de ella. Después de la guerra, Teresa Ortuz toma los hábitos en el convento de carmelitas, aquel monasterio donde ha pasado las 48 horas más dramáticas de su vida. Las de 1936 eran las últimas elecciones libres en España durante decenios. Bajo la dictadura de Francisco Franco, las víctimas tienen que temer castigos si tan sólo pronuncian abiertamente sus recuerdos de la Guerra Civil. Pero todas las noticias sobre el brutal régimen del general pronto se desvanecen ante los horrores de la Segunda Guerra Mundial.

Guerra finalizada

El teniente coronel Wolfram von Richthofen se queda en España hasta abril de 1939. Su Legión Cóndor desempeña un papel importante en la victoria del general Francisco Franco sobre la República. En la Segunda Guerra Mundial, Von Richthofen tiene el mando sobre un cuerpo aéreo, y con 47 años de edad se convierte en el mariscal más joven de la aviación alemana. En mayo de 1945 es capturado por tropas estadounidenses y muere en un hospital militar dos meses después del final de la contienda mundial.

En su diario español, Von Richthofen había escrito sobre el fin de las hostilidades, el 27 de marzo de 1939. Describe la entrada de las tropas nacionales en Madrid, cuyos habitantes agitan pañuelos blancos en las ventanas: “Nuestros fuegos artificiales sobrecogedores. Guerra finalizada. Todos van de alguna manera hacia algún lugar. Final para Legión Cóndor!”

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